Smejme niña voladora
- yamhure
- 22 ago 2020
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 22 ago 2020
Ángela era una niña indígena, nacida en Santander de Quilichao. Su nombre verdadero era Smejme, que quiere decir mariposa. Ángela estudió en un colegio que tenía pocas sillas y pupitres y donde las clases se hacían unas pocas horas al día y unos cuantos días al mes. Cuando terminó el quinto grado, una amiga suya le habló de un trabajo en Cali, donde otras como ellas habían salido a romper con su destino y a probar fortuna. Sonaba fácil, se trataba de atender una familia tal como lo hacía en su casa: cocinar, lavar, limpiar y estar atenta a lo que los patrones le pidieran. Decidió arriesgarse y emprender esa aventura lejos de su casa y su comunidad.

Ilustración Carlos Mojica
Cuando llegó a la ciudad la miraron raro. Ella no sabía muy bien por qué… en su pueblo todo lo que hacía se parecía a lo que hacían los otros, así que nunca había experimentado la sensación de saberse distinta. Entonces se sintió distinta. Y era una diferencia que jugaba en contra suya, así que comenzó a buscar cómo podía encajar.
Su amiga le habló del parque Panamericano, un espacio donde se reunían otras como ellas a juntarse con otros que solo tenían los domingos para divertirse y desobedecer.
Para hacerse bella, aprendió a usar sandalias de tacón y a maquillarse. Quería verse linda, verse parecida a las otras, para que no la miraran tanto y tan distinto cuando salía a la tienda o cuando llegaban de visita los amigos de los patrones.
Durante los primeros meses mantuvo su rutina de levantarse muy temprano y obedecer. Los domingos ir al parque y desobedecer y un fin de semana al mes, visitar a la familia para sentirse en casa. Al comienzo se sentía bien ese retorno: la sensación de estar habitando una casa que nunca llegaba a ser suya, le tallaba el cuerpo y encogía su espíritu.
Al llegar a casa volvía a crecer.
Después de un tiempo de ir y venir de su casa a su no casa, de la esterilla de guadua a la cama de pino, comenzó a sentirse rara en los dos lugares.
A su madre le parecía que Smejme ya no se veía como ellos: no le gustaba su maquillaje, ni sus zapatos, ni su manera de caminar y de mirar. Pensaba que estaba volviéndose ãjmée yũu[1], así que la regañaba constantemente y le pedía que se lavara la cara para quitarse esos ojos que no eran suyos, y también que se lavara el cuerpo porque andaba como si estuviera pesada.
Angela comenzó a pensar que tal vez sería mejor espaciar las visitas a su casa y descubrir nuevas formas de vivir en Cali, así que comenzó a intentar encajar con todas sus fuerzas en ese nuevo destino que la vida le planteaba.
Para iluminar su espíritu lejos de los suyos, compró un cuaderno donde se comunicaba con Ksxaw Wala, una de las divinidades que orienta a su pueblo en momentos de indecisión y oscuridad. En ese cuaderno escribía lo que sentía, los deseos de Ángela y los de Smejme, sus miedos y los pedidos que elevaba para ella y para su gente.
Pasaron los días y Ángela se acostumbró a no ver a los suyos y cada vez se reconocía más como ellos, como los blancos, en el espejo. Su ropa era parecida, su pelo era liso como el de la patrona, su espíritu estaba cada vez más domesticado y más sumiso.
Los patrones se sentían muy a gusto con ella. Sentían mucho cariño, el cariño que se les tiene a las niñas que se crían en casa ajena: las criaditas.
Un domingo cualquiera se levantó espléndida, tenía ganas de bailar y de reírse con sus amigos en el lugar de siempre. Así que se preparó, se puso su jean más bonito y las sandalias que le había regalado la patrona. Se maquilló y salió a la puerta contenta por todo lo que se imaginaba que alcanzarían a hacer entre las 9 a.m. y las 4 p.m.
Justo cuando estaba en esa fantasía que iluminaba su mirada, salió la patrona y le preguntó para dónde iba. Le dijo que prefería que no saliera, que se sentía enferma y que no podía irse justo en ese momento en que más la necesitaba. Así que Ángela, decidió quedarse ese domingo. Y el siguiente. Y el siguiente.
Para los patrones era muy cómodo tenerla todo el tiempo a su disposición, así que empezaron a exigirle que no saliera, que los acompañara en sus reuniones de fin de semana, que les ayudara los sábados en la noche cuando venían de visita los amigos. Así, una semana tras otra iban incrementando sus demandas y estrechando las fronteras de su vida.
“Hazme un masajito en la espalda”. “Ven a ver televisión con nosotros”. “Métete a la cama”.
Smejme estaba cada vez más triste. Los nuevos pedidos de sus patrones la hacían sentir sucia e infeliz. Se estaba volviendo ãjmée yũu, como su mamá le había dicho. “Sufro”, escribió en el libro donde se comunicaba con Ksxaw Wala para pedirle que la orientara y la ayudara a escapar de ese lugar oscuro donde ahora vivía.
Una noche mientras los patrones dormían, Smejme pensó que podía escapar por la ventana, como lo hacían las mariposas. Tenía mucho miedo. Su espíritu estaba tan quebrado en ese espacio oscuro en el que vivía, que apenas podía respirar y extenderse para calcular la distancia. Calculó el trayecto midiendo las sábanas que planchaba los domingos en la tarde. Una, dos, siete. Con siete sábanas bien amarradas podía llegar al piso de abajo y salir corriendo por la noche, mientras los patrones se dormían.
Smejme, juntó las fuerzas que tenía y decidió que esa noche iba a recuperar su espíritu de mariposa. Amarró las sábanas como si fueran raíces enredadas, miró la altura, ató un extremo a las patas de la cama y lanzó el otro por los siete pisos. Pensó que lo lograría. Tenía las fuerzas de domingo por la noche.
[1] Cometer un error, dejarlo incompleto, no ser merecedor. Nasa yuwe Diccionario hablado. Disponible en: http://talkingdictionary.swarthmore.edu/paez/?entry=266
Reflexión autoetnográfica Ángela fue la primera historia que me desgarró el alma. Duré muy triste muchos días, intentando borrar la sensación de injusticia y de dolor que me causó.
Pensé en mi propia niñez y en el tránsito que hice entre mi pueblo y la ciudad a los 11 años, sabiendo que todo lo que parecía bueno y bello en mi pueblo, sería menospreciado en la ciudad. Pude recordar algo de mi sensación de ser inadecuada, rara, incorrecta. Y también recuerdo buscar parecerme a las chicas de ciudad para no ser notada. Con el tiempo aprendí a vivir sabiendo que hay muchas maneras de habitar la vida, pero sigue ocurriendo cuando hago trabajo en campo, que me siento más como ellos y puedo oler la diferencia como si fuera miel.
Estar en espacios en donde me reconozco distinta siempre me ha causado mucha ansiedad y aunque con el paso de los años he aprendido a disfrazarla, soy consciente de mi propia búsqueda de aceptación. “A la tierra que fueres haz lo que vieres”, decía mi abuela y probablemente también la suya. Es un mandato que ha circulado en nuestra cultura y que nos invita a aprender a camuflarnos en lugar de resaltar aquello que nos hace auténticos.
Para mí era tan pesada y sobrecogedora esa búsqueda de uniformidad que, durante mucho tiempo, dejó mi cuerpo mudo y silenció mi voz. El colegió al que entré al llegar a Bogotá era un colegio de “niñas bien”, y, sin embargo, mi sensación interna era que había algo mal en mí. Es claro que para esta edad a la que me refiero, entre los 11 y los 13 años todavía mi familia ejercía un rol de protección muy importante que me sirvió de amortiguador de burlas soterradas por mi aspecto pueblerino, pero supongo que si esta fue la primera historia que vino a mi mente cuando quise indagar por estas huellas, es porque ahí hay una que me marcó profundamente. Los años posteriores, cuando aprendí a ser como las chicas de ciudad, incluí en mi estética y en mi manera de relacionarme todos los códigos que alcancé a identificar que funcionaban.
La consecuencia fue muy compleja, porque al igual que Angela, me convertí en una chica apetecible y comencé a lidiar muy pronto con comportamientos, propuestas, gestos e intentos abusivos. Fui socializada en una familia católica y soy descendiente de árabes, es decir, las normas morales y las formas de comportamiento impuestas a las mujeres eran bastante estrictas. Por esta razón, mi acercamiento a los hombres hasta ese momento era casi nulo. No me había interesado y tampoco sabía como hacerlo.
Sin embargo, las chicas de mi edad hacían cosas muy distintas, a muy temprana edad comenzaban su vida afectiva y sexual, tenían mayor libertad para explorar los espacios fuera de sus casas, se maquillaban y salían a divertirse solas.
Todas estas cosas que hacían yo también las quise hacer. Y por supuesto, todas ellas las terminé haciendo. Con el paso del tiempo gané confianza y exigí mayor libertad y por supuesto me pasaron cosas que son las que me conectaron tan profundamente con esta historia.
¿Y a ti qué te generó esta historia?
¿Conoces mujeres que hayan vivido historias similares?
¿Qué acciones estarías dispuesto o dispuesta a desarrollar para que casos como el de Ángela no se repitan?
La historia "Smejme niña voladora" me generó tristeza... auch! ¿cómo hemos normalizado la esclavitud?... ¿cómo hemos normalizado que las culturas agonicen y que el pensamiento colonial siga recayendo en ellas? ¿Cuántas niñas, niños y jóvenes niegan su cultura por la mentalidad consumista, clasista y arribista de la sociedad? ... Ángela voló tuvo que volar, partir porque acá le negamos su derecho a existir... ojalá este fuera el único caso... pero creo que en mi vida he conocido a varias Ángelas, cuando era niña conocí a varias niñas también "empleadas domésticas" que sólo salían los fines de semana, y ahorraban para comprarse el jean de moda y buscaban un compañero, un novio que las salvara de su realidad. Muchas de ell…
Amarrar nudos para escapar, hermoso !
Podría hablar de una aguda sensación de ser distinto. Aunque no soy mujer. Soy hombre. Entre mis seis y mis quince era muy fuerte esa sensación, era mental y física. A veces me sentía mareado y que soñaba aunque estuviese despierto. No encajaba en ningún lado, no jugaba fútbol, no peleaba a puños, no gritaba, no hablaba, no contaba historias. Hacia los doce quizá tuve depresión porque no quería ver a nadie de mi edad, no salía a la calle. Llegaba de clases y me encerraba a leer, a dormir y a pensar. Cuando leí "La Nausea" de Sartre entendí como que algo así le había sucedido a alguien más que amí y parece que me tranquilicé. Pero la sensación…
La historia de Smejme me hace recordar tantas historias de mujeres latinas que han llegado a España a fines de los años 90 para trabajar en el servicio domestico y en los cuidados de niños/niñas y personas mayores. Sometidas a situaciones de precariedad laboral y exclavitud, que en muchos casos lo soportan solo por el dinero que deben enviar a sus familias en los países de origen. Además de esto, con esa sensación de extrañeza que genera, en este caso, la llegada a un lugar totalmente desconocido.
Muchas de ellas, afortunadamente, han logrado tener ese espíritu de mariposa y han volado para soltarse de las ataduras, pero sobre todo para poder ayudar a otras a que lo hagan.