La historia de Brayan y el agua que lo salvó
- yamhure
- 22 ago 2020
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 22 ago 2020

Ilustración Maríajosé Recalde Ordoñez
Brayan vivía en un pueblo ubicado en los llanos orientales, más o menos a 150 km de Villavicencio. En el pueblo en el que vivía, las condiciones eran difíciles. Sobre todo, era difícil amañarse en esa escuela que no tenía ni agua ni luz y donde el maestro llegaba como en mayo para empezar las clases que iban hasta junio. Brayan andaba realmente muy aburrido.
Lo más difícil para él, era ver cómo su familia pasaba problemas. Él podía irse a la cama sintiendo ese hueco en la panza, pero ver a su hermanito con retorcijones sí lo ponía muy triste. Tal vez porque él mismo había sentido ese dolor que da cuando uno tiene siete años y nada en la barriga.
Todos los días se levantaba pensando cómo lucharse el pan, en dónde levantarse un billetico para llevar algo a su casa. Salía cada mañana hacia el colegio y siempre que no había clase, se iba a rebuscarse la vida en un supermercado del pueblo. Don Saúl, el dueño del supermercado le pagaba $7000 por cargar cajas y bultos de los camiones al depósito. Su jornada era muy larga, pero cuando llevaba los puchos de comida y la plata a su casa por la noche, sentía algún consuelo y dormía con el rostro radiante.
La plata que se ganaba era demasiado poca, así que Brayan todo el tiempo les decía a los cajeros, a otros coteros de tiendas vecinas y al mismo don Saúl, que si supieran de otro trabajo por favor le contaran, que él se iría sin pensarlo porque necesitaba mucho ayudar a su familia.
Un visitante habitual del supermercado, quien siempre se abastecía con grandes cantidades de comida, escuchó que Brayan andaba buscando trabajo, así que se acercó a él cuando descargaba una caja en su camioneta.
- ¿Así que usted anda buscando trabajo?
- Sí señor, yo soy bueno pa muchas cosas. Puedo desyerbar, alimentar animales, cargar como usted ha visto… hasta cocino algunas cosas. La carne me queda rica.
-Bueno, yo puedo ayudarlo. Conozco un señor que tiene una finca y está buscando gente pa que le trabaje. Si está de acuerdo venga mañana a las 6 a.m. al parque y ahí yo lo recojo. Eso sí le digo, despídase de su familia porque va a pasar un rato largo antes de que pueda volver a verla.
Brayan se alegró al escuchar la propuesta. Pero también se sintió muy triste de pensar en que no iba a ver a su hermanito en mucho tiempo. Él hubiera querido un trabajo en una finca cercana donde pudiera ir a trabajar por la mañana y volver por la noche a su casa. Pero en esa vida que llevaba era inútil su querer.
Se levantó muy temprano y alistó una maleta pequeña con dos camisetas y un pantalón. No llevó nada más. Pensó que era mejor irse con poca carga por si tenía que caminar con la mochila al hombro. En la mañana llegó al parque donde lo esperaba el señor de la camioneta. Roberto le dijo que se llamaba.
Roberto le pidió que se subiera en la parte trasera de la camioneta y se acomodara bien porque el viaje hasta la finca era largo. Por el camino recogieron a otros dos muchachos de su edad y arrancaron camino. Por largas horas no hablaron nada. Salieron de la carretera principal y comenzaron a avanzar por trocha. Trepaban fincas, levantaban cercas, abrían broches y atravesaban tierras ajenas.
Pasadas algunas horas Brayan sintió que algo no andaba bien. El señor Roberto no paraba, aunque se lo pidieran. Ni para comer nada. Ni para ir al baño. No paraba. Así que Brayan se vistió de valentía llanera y le golpeó en el techo de la cabina de la camioneta.
-¡Señor Roberto! ¿A dónde es que nos lleva? Díganos la verdad que esto está muy raro y ya no me está pareciendo buena idea eso de la finca. Ya no voy a saber cómo volver a mi casa y me va a quedar muy lejos. ¡Señor Roberto!
El hombre paró la camioneta y se bajó. Le puso un fierro en la mandíbula y le dijo:
-Usted, deje la gritadera y quédese calladito. Ya falta poco para llegar a la finca y ahí van a saber a qué los traje.
Ese último trayecto se convirtió en el camino más desolado que Brayan jamás hubiera recorrido. Tenía mucho miedo y no había ninguna fuerza que consiguiera consolarlo. Sabía que algo malo iba a pasar y no podía más que palidecer del susto y rezarle a la virgen para que lo cuidara.
Al llegar, comenzó a ver hombres vestidos de negro y con botas pantaneras. Algunos tenían brazalete con las letras AGC[1]. Todos tenían armas y la mayoría eran jóvenes. Al bajarse le dijeron:
“Bienvenido a las Autodefensas Gaitanistas de Colombia”
Ese día Brayan comenzó a temblar. Hasta el día en que lo conocí tenía ese temblor continuo en sus manos y ese tic en su joven cuello.
Los días que siguieron, Brayan recibió entrenamiento militar e instrucción política. Aprendió a cargar y descargar su arma, atravesar en poco tiempo la pista de obstáculos donde fortalecía sus brazos y recibía insultos para subyugar su alma. Este entrenamiento duró unas pocas semanas. Él calcula que máximo cuatro.
Un día, después del entrenamiento de la mañana, un compañero suyo le dijo que el comandante lo buscaba, que le mandaba decir que había llegado el día de probar finura[2].
Siguiendo la orden, Brayan caminó lentamente hasta la tienda donde se encontraba el comandante mientras intentaba imaginar el tipo de prueba que tendría que pasar. De nuevo tembló. Pensó que no sería capaz de traicionar sus convicciones. Con cada paso que daba pensaba más y más profundo. Pensó también en su hermanito.
Al entrar a la tienda vio a un hombre arrodillado. Un machete sobre la mesa y su comandante que lo miraba fijamente. La orden era un puntapié a su conciencia. Si la cumplía tenía que olvidarse de él mismo y de todo lo que había sido durante esos 13 años de vida. Ya nunca más sería él. Ni el hermano mayor para su hermano.
- ¡Su vida o la de él! Escuchó.
- Mi hermanito... ¿Será que ha tenido pa comer en estos días?
Brayan recuerda que cerró los ojos, alzó sus brazos y escuchó un crujido tenebroso.
Los días que siguieron tuvo vómito y diarrea. No pudo pararse a patrullar, ni tampoco a recibir las instrucciones necesarias para hacer quedar bien a la organización. El comandante esperó un par de días a que se recuperara, pero luego comenzó a molestarse, así que le exigió que doblara su turno de vigilancia por la noche junto con Ardila, en compensación por todas las tareas que había dejado de cumplir.
Ardila era su amigo. El que lo vio llorar tras su primera misión. El que lo acompañó cuando estuvo enfermo y el que lo hacía reír cuando su espíritu se minaba.
Esa noche tuvieron tiempo de conversar largo y tendido. Hablaron de la oscuridad del alma y de las frutas tras la cerca. Hablaron de sus familias pobres y de las primeras comuniones. Hablaron del azar que los llevó a estar ahí, esa noche, juntos, pensando cuál sería la ruta pa volarse.
Planearon la fuga en un día festivo en el que el comandante, los jefes de patrulleros y los encargados de la química en el laboratorio, estarían por fuera. Decidieron la hora y el camino exacto por el cual podían ganar la batalla contra el tiempo. Recontaron las cercas, los broches, las piedras y el río. El río sería la puerta de salida. Después de atravesarlo podrían volver a respirar.
Llegado el día, Brayan y Ardila se juntaron para prometerse amistad eterna. Con la carga de eternidad que solo se tiene a esa edad y con la valentía extraordinaria de quien no teme a la muerte porque ya ha tenido que habitarla.
Todos los cálculos estuvieron perfectos. Con cada cerca que saltaban se sentían más veloces y confiados. Pasaron casi cinco horas antes de llegar al río, y avanzando por las trochas y caminos donde habían perdido su vida, fueron recuperándola. También su sonrisa y la esperanza de lograrlo.
Al llegar al río se abrazaron. Se dijeron hermano, parcero ¡lo vamos a lograr! Y lloraron. Brayan pensó que estaban muy cansados y que llevaban días sin comer bien, así que sugirió que esperaran a que amaneciera para comenzar a atravesarlo. Ardila insistió. Le dijo: hágale hermanito que estamos de un tirito.
Se lanzaron por el río y notaron que la corriente estaba dura y que el agua estaba helada y además se dieron cuenta que nadar contra la corriente les quitaría parte de su fuerza vital. Ahora Brayan animaba a Ardila. Hágale Ardillita, muévase como si fuera un hombre. Nos vemos al otro lado.
Brayan atravesó las aguas y esperó. Una hora u hora y media. No recordaba bien cuando me contó la historia. Ardila nunca salió. Brayan salió siendo otro de ese río.
Lo que siguió coincidió con lo que planearon esa noche de castigo. Brayan encontró a una familia campesina que lo recibió en su casa y llamó a su madre. Llegaron a Bogotá esa misma tarde y esa misma noche ingresó a un programa del gobierno en el que permanecía hasta el momento en que lo conocí.
[1] Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia son un grupo paramilitar que viene fortaleciéndose desde el año 2015 y vincula a menores de 18 años a sus filas con el fin de incrementar su presencia y control territorial. [2] Demostrar las cualidades que trae o que ha adquirido.
Reflexión autoetnográfica
Después de conocer la historia de Brayan volví a quebrarme. Su relato me dio una lección de brutalidad y fue una bofetada a mi soberbia. Pensar que tuve ese juicio en mi cabeza y ese odio en mi corazón... como si en verdad entendiera la dimensión de la guerra que hemos vivido. Tanto dolor en los ojos de ese chico, tanto miedo, tanto temblor y tanta valentía en su relato, realmente me hizo ver lo que no estaba viendo: que en esta guerra participamos todos. Quienes matan, quienes mueren, quienes odian a quienes matan, quienes lloran a quienes mueren, quienes miran por la tv a quiénes acusan de matar y se lo creen, quienes instalan la duda frente a la posibilidad de vivir distinto, quienes no dicen nada o quienes circulan discursos de odio hacia uno. Todos. También quienes escribimos sobre el tema por supuesto.
Luego de conocer estas historias desde sus orígenes y reconociendo la complejidad del fenómeno del reclutamiento y la utilización en los territorios, lo que me sucedió fue que se me borraron las preconcepciones que tenía sobre los victimarios que unos años atrás había odiado. Mi estado emocional con la historia de Brayan se orientó hacia compasión y también hacia la rabia y la impotencia. Pensé que, si yo hubiera nacido en ese contexto, con una historia similar a la suya, probablemente habría tomado la misma decisión: me la hubiera jugado por cambiar mi futuro aceptando la invitación a trabajar en la finca.
No sé si habría sido capaz de empuñar ese machete, pero creo que ninguno de nosotros puede juzgar una decisión de ese calibre cuando es la muerte la que acecha. De cualquier modo, lo que me genera mayor inquietud es pensar que en esta historia operó el azar de manera rotunda. Y en este punto, recorriendo los territorios donde transcurre la vida de estos chicos, pienso que es la “ley” que muchas veces determina sus decisiones y trayectorias de vida. Quienes nacen pobres y viven en contextos rurales donde operaba alguna de las estas agrupaciones, tienen altísimo riesgo de ser reclutados. Si por el contrario nacen en contextos urbanos con presencia de grupos posdesmovilización o de algunas bandas, combos o pandillas controladas por ellos, esta ley los llevará hacia la delincuencia juvenil.
Las leyes del azar, en el caso de estos chicos tienen que ver con las condiciones de su nacimiento. Porque uno no elige en dónde nacer, lo hacen sus padres, y nacer en los territorios de la guerra sí marca la vida. Por fortuna algunos logran romper con sus destinos y de eso también se trata este documento.
Pero en estas circunstancias, ¿qué me había llevado a pensar la pertenencia a los grupos en términos de malos y buenos? Definitivamente los procesos comunicativos a los que había estado expuesta dentro de los círculos a los que pertenecía. La circulación de sentidos sobre el accionar de los grupos paramilitares y los grupos guerrilleros y la comprensión que yo misma tenía sobre los adolescentes en conflicto con la ley penal. Pero también la criminalización mediática jugó un papel determinante en la construcción de mis creencias sobre ellos. Yo, sin tener consciencia, había alineado mi percepción con la que me mostraban los noticieros. Me daba mucho miedo relacionarme con estos chicos y trataba de evadir cualquier contrato que me pudiera poner en contacto directo con su presencia. Estaba metida en esa absurda polarización y además, sin darme cuenta, pensaba y escribía desde la superioridad moral que me otorgaba estar del lado de “los buenos”.
¿Y a ti qué te generó esta historia?
¿Cómo podrías contribuir a que los niños, niñas y adolescentes no sigan siendo reclutados?
Es un relato muy doloroso, que genera desesperanza, frustración, impotencia. Me suscita muchas preguntas... Qué fácil es juzgar desde la comodidad de la ciudad, quiénes son los buenos y los malos en esta guerra...Categorías valorativas obsoletas para el análisis, absurdas, fomentadoras de más violencias...En qué nivel de oscuridad estamos viviendo. Que le ofrece el campo a niños y jóvenes. Que cantidad de sangre.
Esta historia me hace pensar en como el conflicto armado, la guerra consume las infancias por la falta de posibilidades y acompañamientos. Muchas historias en el marco del conflicto armado se da por desconocimiento en lo que se participa y sus consecuencias y esta historia es lo evidencia. ¿Hasta cuándo se va a perpetuar la guerra por la utilización de niñas, niños y adolescentes en ella? ¿hasta cuando las infancias de la Colombia rural van a seguir siendo utilizadas, deshumanizadas por falta de oportunidades y acompañamientos?
Creo que además el desafío del proceso de paz es entender que los juicios no van de la mano a la verdad de los contextos y territorios empobrecidos, sometidos a las vilolencias y reclutamientos.…
De niño vi la muerte un par de veces. En el barrio popular del sur de Bogotá no era la muerte un invitado extraño. Sin embargo ninguna de estas experiencias se acercan al horror que viven diariamente los niños y niñas reclutadas. Una sociedad que permite que sus niños y niñas sean obligados a ser gestores de la muerte es una sociedad suicida. Asesina todas las posibilidades de vivir un presente digno de ser vivido, corta las alas y los sueños aún antes de desplegarse e impide la esperanza.
No hay justificación posible para esto.
Ojalá como sociedad recojamos tantos sueños rotos, tantas vidas destrozadas, y podamos apreciar en lo que crece la fuerza y la potencia de la vida;…
Triste y paradójico ver cómo en el lugar, donde se supone se construyen sueños y proyectos de vida; se convierte en la peor pesadilla de la niñez y la juventud en Colombia: la escuela, en gran parte de los casos de las zonas rurales dispersas, donde quienes están a cargo de la administración viven fuera de contexto. Es decir, se crean programas y proyectos, se realizan "análisis de contexto", pero al final se termina implementado lo estipulado en el escritorio desde el nivel central. Lo anterior; entre otros aspectos, es caldo de cultivo para el ingreso de la niñez y de la juventud colombianas a las filas de los diferentes actores armados, quienes se aprovechan de la vulnerabilidad bien descrita…
A mí lo que me llama la atención, en las tres historias compartidas, aparte de las condiciones sociales y económicas que comparten los tres chicos, es el rol de la escuela. Para los tres chicos, la escuela era la reproducción de la "miseria", no era un entorno que brindara otra posibilidad de vida, que contribuyera a buscar otros sentidos, otros caminos. Era un lugar sinsentido, sin condiciones que mostraran un futuro distinto a lo que vivían en sus hogares, en sus vecindarios. Allí creo que hay una gran tarea. Ese abismo gigante que hay entre la educación que se brinda en las poblaciones rurales y más aún, en los barrios que tienen condiciones económicas precarias, con respecto a la educación…